Quizá estamos demasiado acostumbrados a vivir bajo la influencia de un modelo paternalista, sobreprotector de los llamados o calificados como “débiles”, en el que unos tienen mucho y otros apenas nada; en el que los que tienen mucho, son llamados a la caridad con “los necesitados”. Esa caridad a menudo lava las conciencias de los que creen que con dar un mendrugo de pan, ya han cumplido. También los hay que aunque algo tienen, también piden apelando a la caridad del prójimo o incluso exigiéndola.
Pero sobre todo, el modelo capitalista lo ha reducido todo a tener o no dinero. El dinero todo lo puede, todo lo compra. Si no tienes dinero, no tienes nada. Pero las personas valen más que el dinero, aunque algunas son anuladas por el tremendo valor económico que domina el mundo y las otras lo consienten. Todos estamos dotados de manos, de inteligencia, de habilidades. Unos tienen grandes vivencias de las que aprender, otros buenas historias que contar, unos poseen habilidades culinarias, otros musicales; los hay quienes tienen pulso para operar, o quienes tienen el valor para adentrarse bajo tierra y sacar los metales que otros serán capaces de darles la forma de bisturí; también hay manos que levantan casas, o limpian calles, casas, oficinas o garajes; hay quienes tienen recursos materiales, otros que disponen de tiempo, o quienes son capaces de darnos su compañía...
Todos tenemos muchas capacidades y posibilidades. Todos somos dependientes unos de otros. Ninguna persona vale más que otra, por muchos méritos que una pueda haber conseguido. Todos formamos parte de un todo, en el que cada uno cumple su papel.
La relación de intercambio pretende valorar las habilidades de cada persona, potenciarlas y sacarles partido, además de servir de apoyo mutuo y en cierta medida, librarnos también de los llamados “aprovechados”, que esperan recibir sin ofrecer nada a cambio.